sábado, 20 de junio de 2009

MALEÑAS CHANCONAS BEBEN SEMEN





Cuando estaba en el instituto del valle de mala cañete circulaba el chisme en los más selectos corrillos masculinos (esas sociedades secretas que se reúnen en las mesas alejadas de las cafeterías, en grupos de estudio de dudosa reputación o después de los partidos de fútbol) de que darle de beber semen a las damas hacía que les crecieran las tetas. También se decía que era bueno para la piel, para el pelo, para blanquear los dientes y toda suerte de extravagancias, para hacernos creer que echárnoslo en la cara o hacérnoslo comer en realidad era un favor. No creo que alguien se lo hubiera creído. Solo un diletante de las ciencias —entiéndase: un ñoño virgen a los 40— pudo pensar que algo tendrían que ver las hormonas, y peor, que con esos argumentos podía convencernos de embadurnarnos de su preciado líquido. No creo que alguien lo hubiera hecho. Se sabe que los hombres son mucho más tímidos en la cama de lo que nos hacen creer. Lo que sí es cierto es que desde tiempos inmemoriales el famoso facial (el término en inglés es diciente) domina las fantasías masculinas: que hasta la noble Cleopatra, reina madre de las amantes, lo usó; que las geishas no solo se lo echaban sino que lo cultivaban para mantener el lustre de sus cabellos, que es alimento nutritivo por su alto contenido proteínico (lo dijo la directora de la revista Cosmopolitan en una famosa entrevista), que sirve para adelgazar, para engordar, que previene el cáncer de mama y, ahora, con la modita de echar semen en los ojos de la mujer amada, que hasta previene las cataratas y corrige el estrabismo. Mejor dicho, ni la baba de caracol. Más de una se lo habrá untando en un acto de fe ciega, pensando que de toda mamada debe salir algo bueno, que no hay mal que por bien no venga, menos arrugas en veinte años.

Antes de seguir aclaro: no tengo nada en contra del semen. Desde nuestro primer encuentro cara a cara —una noche, en el carro de un amigo a quien le pareció apropiado ponerme la cara en su entrepierna— entendí sus verdaderas propiedades: los segundos previos a una eyaculación, sentir como sube, la velocidad a la que sube, los espasmos en la parte más baja de una verga edurecida y, claro, la consecuencia lógica de la delicia ajena, un disparo de semen en mi boca, un golpe fuerte en la garganta, un líquido viscoso y ácido que se pega al paladar, a la lengua, a las encías. La prueba más contundente del buen amor. Desde entonces he tragado semen, lo he escupido, me lo he untado, me lo he restregado, lo he saboreado, he caminado por los corredores de la casa de mis suegros, impune, con una costra de semen pegada a la espalda (es un poderoso agente autoadhesivo —los usuarios de revistas porno lo saben—, especialmente si es disparado en la ducha porque, contra toda lógica natural, el agua no lo despega), y he mirado embelesada a través del látex de muchos condones el fluir de la babaza lechosa de mis hombres. Lo he usado como lubricante, como estimulante, como juguete en las noches de tedio. Porque el semen sabe a lo que sabe, huele a lo que huele y es lo que es: sucio para los moralistas o hermoso para quienes nos gusta tirar.

Pero, señores, no me vengan a decir que el semen es fuente de salud y belleza. Ese discursito de los sexólogos que confunde el sexo con la salud da para las más aberrantes disfunciones psicosexuales (la niña que confunde su vulnerabilidad con la arrechera: "Nooo, yo acá, con una gripa. ¿Nos echamos un polvo? Acaban de comprobar las propiedades analgésicas del sexo"; o, peor, el señor padre de familia que se preocupa por su futuro y el de los suyos: "Nena —a la moza—, me tengo que echar un polvo. Mi familia tiene un historial de cáncer en la próstata"). Las cosas son como son y los facial no son sino la forma más común de terminar las películas pornográficas. Que lo digan las feministas, un acto de misoginia, una forma de humillación, de degradación. Me tiene sin cuidado. Pero a mí no vengan con eslóganes promocionales o promesas de eterna juventud para venderme algo que, como las mejores cosas en la vida, es gratis y que como a las más bellas no se les conoce uso real. El sexo es bueno por lo que es.

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